La Unión Europea frente a los humos ajenos y los temores propios
La guerra del carbono se libra también en el comercio internacional. Tanto Estados Unidos como la Unión Europea son conscientes de las ventajas competitivas que ganan -por contraste- aquellos países donde las regulaciones ambientales no existen o son muy laxas. Y se plantean medidas para equilibrar la competencia entre quienes producen contaminando en países extraeuropeos y las empresas que han de controlar desde hace más de una década sus emisiones de CO2. Es en este contexto en el que se plantea establecer el “mecanismo de ajuste en frontera por emisiones”, en torno al que cabe comentar el contexto, sus problemas, la efectividad y su objetivo.
Hacia una frontera que no deje pasar la contaminación
El impulso dado al gran acuerdo verde (EU Green Deal) ha propiciado muchos pasos en el ámbito europeo. La designación de Frans Timmermans como vicepresidente encargado del mismo fue significativa, pero también lo son los pasos que se van dando, incluso en un entorno condicionado por la dichosa pandemia. No es algo nuevo, sin embargo; los dos últimos presidentes franceses habían abogado reiteradamente por la imposición de aranceles medioambientales relacionados con el carbono, sobremanera tras la firma del Acuerdo de París y el abandono del mismo auspiciado por el presidente estadounidense Trump. Pero la cuestión venía de atrás, el presidente Sarkozy expresó claramente, con motivo de su visita a China de 2007, que el crecimiento chino no debía hacerse a costa de la degradación del medio ambiente mundial.
Ahora se vislumbra y se perfila lo que comenzó a proponerse hace algún tiempo: un mecanismo de ajuste aplicable para las importaciones de bienes en cuya producción se realicen emisiones de CO2, lo que más comúnmente se llama un “arancel sobre el CO2”. El Parlamento Europeo ha tratado este tema el mes pasado, apoyando una medida en la que parecen precisas muchas cautelas para evitar posibles sanciones comerciales.
Si miramos atrás, veremos que hace ya más de tres décadas que se planteó la tributación sobre el dióxido de carbono, cuando todavía se hablaba de “calentamiento global” y no de “cambio climático”, y que muchos empresarios europeos llevan tiempo protestando por sentir que soportan una penalización por emitir CO2 que les coloca en desventaja para competir con quienes no internalizan costes medioambientales.
Podemos encontrar un antecedente en el senado estadounidense, que planteó imponer aranceles medioambientales, en 1991; el proyecto se orientaba a importaciones de productos que no eran fabricados con una mínima restricción de las emisiones contaminantes. Esto suponía, según se planteaba, un subsidio encubierto a la exportación, que permitía competir deslealmente en mercados, como el estadounidense, donde las regulaciones medioambientales contemplaban medidas que suponían un incremento de costes para los fabricantes. La idea no llegó finalmente a plasmarse en la legislación.
El papel que juegan las empresas multinacionales merece también una consideración especial, como la que ha tenido recientemente por parte del think-tank Voxeu[i]
Acuerdos internacionales y medidas de defensa comercial
El tema medioambiental ha estado presente en diversas negociaciones internacionales, pero sin llegar a concretarse en el ámbito de la OMC. De hecho, es uno de los puntos que aparece muy tangencialmente en la malograda Ronda Doha, no formando parte de los puntos destacados en su agenda. Podemos afirmar que la cuestión del cambio climático no fue particularmente tenida en cuenta ni en el planteamiento ni en el desarrollo de dicha ronda de negociaciones. De todas formas, sí que consta en algunos episodios concretos de las mismas, aludiendo sobre todo al comercio de ciertos bienes medioambientales de alta tecnología que pudieran facilitar una disminución de las emisiones. Se apuntó también a la necesidad de “lograr una mayor coherencia entre las normas comerciales y ambientales”, para lo que se propuso una mejor coordinación entre los expertos en ambos campos, y sobre todo en cuanto se refiere a los acuerdos medioambientales.
Un tema recurrente en la discusión global es quién debe afrontar los costes internos de aplicar tecnologías mejores para la limitación de la contaminación. Los países pobres aducen que los ricos hicieron uso de los recursos globales contaminando mientras crecían, y que no tienen por qué ser ellos quienes tengan que soportar limitaciones o sobrecostes para paliar un problema que no generaron. En tal sentido, prima la idea, desarrollada en el Acuerdo de París (tras haberse abordado en muchas ocasiones) de crear un fondo que permita soportar la modernización del aparato productivo de países subdesarrollados, evitando que sean desplazados del mercado global por sus exportaciones de bienes cuya fabricación lleva pareja una elevada tasa de emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero.
Las medidas de defensa comercial al uso no han funcionado demasiado bien en la Unión Europea, de hecho se han aplicado miles de procedimientos anti-dumping (de los que siempre nos acusan) sin que se haya percibido su efectividad. El dumping ambiental y el social, vender más barato por contaminar con pocas restricciones a la contaminación y pagar salarios ínfimos, no han pasado de ser un apunte teórico. Otros casos de dumping han conllevado costosos y largos procesos para estudiar los costes internos del exportador a la UE, cabe imaginar el problema que habría de suponer incorporar las externalidades no contempladas. Cabe añadir que los derechos han sido a menudo ineficaces, por cambios inducidos en origen que inutilizaban los cálculos hechos para condiciones caducas.
Si el ordenamiento hubiera sido efectivo, sería superfluo cualquier ajuste en frontera como el que ahora se pretende; ya se limitaría mediante un derecho anti-dumping la competencia desleal de quien, en un país tercero, generase costes emitiendo CO2 sin asumirlos y repercutirlos en el precio de su producto. Esto supondría haber calculado cuál era el coste real del bien importado, dando lugar a un derecho por importe de la diferencia entre este y el precio al que se pretendiese vender dicho producto en la UE, todo ello tras un camino lleno de vericuetos, sin garantía de éxito final.
La UE frente al cambio climático y la organización comercial global
La Unión Europea ha hecho un esfuerzo considerable para reducir sus emisiones de CO2, ha superado claramente el objetivo de rebajar en al menos un 20% el total computado en 1990. Esto supone un coste para su aparato productivo, que debe contener el CO2 lanzado a la atmósfera y afrontar costes, tanto en tecnología como en adquisición de derechos de emisión. Lo que se quiere es que quien venda en el Mercado Interior tenga unos costes de emisión de CO2 equiparables a los que soportan las empresas que producen dentro del mismo, y un tercero debería pagar una cantidad equivalente a lo que cuestan los derechos de emisión correspondientes en el mercado para poder introducir su producto en el territorio aduanero europeo.
La Unión Europea ha suscrito acuerdos que condicionan su actuación, de hecho ha tenido problemas al aplicar su lógica, de mayor precaución que la de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Para esta, el sacrosanto comercio no puede verse limitado sin causas justificadísimas, un principio que implica que no se pueden restringir importaciones antes de haber demostrado el problema que se pretende obviar. El caso más conocido es el de las restricciones a la importación de carne procedente de ganado en cuya alimentación se hubiesen utilizado productos hormonados. La OMC impuso sanciones a la UE, dado que no fue posible demostrar un perjuicio genérico del citado producto.
A los problemas de definición de ese “arancel” se une la posibilidad de intervención de la OMC, a petición de algunos estados, que entiendan que se trata de un tributo discriminatorio causante de una restricción al comercio internacional. Es por eso que la Unión Europea parte de la consideración del Acuerdo de París y fundamenta reiteradamente su actuación en relación con los compromisos adquiridos en el seno de la OMC.
Si atendemos a las disputas comerciales planteadas por los estados, solo encontramos una que se haya concretado en una reclamación expresa. Ucrania considera que algunas medidas adoptadas por Moldavia, con finalidades medioambientales, perturban el comercio infringiendo los principios aceptados en el marco de los acuerdos que mantiene la OMC. Han transcurrido diez años desde la denuncia y ni esta ni otras han prosperado, por el momento, pero se trata de cuestiones bien menores en el concierto internacional y, por otra parte, no ha habido muchas iniciativas que penalizasen las importaciones por externalidades asociadas a la contaminación.
Los desencuentros entre comercio internacional y medio ambiente han sido comunes, más allá de lo que aquí estamos considerando. La Cámara de Comercio Internacional y The Economist apuntan cómo Canadá tuvo su conflicto con la Unión Europea en torno a la clasificación de las “pizarras bituminosas”, los estadounidenses experimentaron similares problemas acerca de la soja como biocombustible y son varios los episodios de reclamaciones no por el producto comerciado sino por los subsidios otorgados para promover alternativas energéticas. Además de otros asuntos, relacionados con la pesca, Canadá estableció exigencias en cuanto a generación de ciertos tipos de energía para operar en Ontario y La India favoreció deslealmente el desarrollo de placas solares, según apreciación de algunos estados. Hay varios casos, pues, en los que han aflorado tensiones, en un marco no alterado, donde la OMC considera que la persecución de objetivos medioambientales no justifica el establecimiento de condiciones locales no acordes con los principios tradicionales “the disputes make clear that the WTO will continue to prohibit local content requirements, even in the pursuit of environmental objectives”.
El Acuerdo de París como soporte para los ajustes en frontera
Cuando a mediados de la década pasada se firmó un acuerdo decidido para paliar el cambio climático se abrieron varias posibilidades, entre ellas facilitar a los países pobres el acceso financiado a tecnologías, pero también la de evitar una competencia desleal por productores que no aplicasen medidas de control de los gases de efecto invernadero. Hubo después un tiempo de muchas dudas, cuando ciertos intereses estadounidenses relegaron consideraciones medioambientales globales.
La reentrada de Estados Unidos en el Acuerdo de París ha sido una buena nueva, habrá que ver si las acciones subsiguientes resultan acordes con ese compromiso. Y tendremos que ver cómo se aplica finalmente un arancel a productos tales como el acero, el aluminio o el cemento en la Unión Europea, anclando su existencia en un consenso amplísimo y formalizado. La idea es que quienes vendan sus productos en Europa deberán pagar una cantidad equivalente a lo que cuestan en el mercado los derechos de emisión del CO2 emitido para fabricarlos.
Algunas organizaciones patronales europeas han transmitido su satisfacción por los progresos en la articulación de una medida que remueve inconvenientes que tienen frente a Rusia, por ejemplo. Sin embargo, el hecho de que algunos protagonistas, como Mittal tengan intereses en distintos territorios hace más complejo el tema. Y en otros negocios, como el del aluminio, hasta es posible que la inversión en tecnología en otros territorios extraeuropeos haga que las penalizaciones en frontera no se apliquen, al haberse logrado neutralizar las emisiones.
En general, el establecimiento de ajustes en frontera mejora las emisiones respecto a una regulación que ignore el mismo, no pudiendo ser considerado una medida proteccionista, sino una medida que conduce a una mejora ambiental global (Drake, 2021). Y repercute positivamente para quienes operan dentro del mercado que introduce los ajustes mediante aranceles ambientales. Cabe, sin embargo, una postrera perspectiva, la de si algo como lo que se propone puede resultar positivo para la UE, o si, por el contrario, se haría un esfuerzo desproporcionado respecto a los resultados obtenidos. En tal sentido, Zachmann y McWilliams llaman a la reflexión y ponen en duda la conveniencia de proseguir con el planteamiento.
Qué cabe esperar
Con la aprobación por parte del Parlamento Europeo el 10-2-21, la Comisión ha de poner en marcha legislación sobre el “carbon border adjustment mechanism (CBAM)”, conforme al acuerdo verde arriba citado. La postura de la UE es clara, y está soportada por todas las instituciones, el tema es si los ajustes propuestos podrán ser aplicados a salvo de intervenciones de una Organización Mundial del Comercio que parece anquilosada, no solo en sus temas tradicionales, sino sobremanera en los que han surgido tras su creación.
Cabe pensar que la OMC pueda considerar que los objetivos marcados por la UE para el 2050 no tienen por qué ser asumidos por la totalidad de los países, que van más allá de lo aceptado universalmente. A esta idea se añade que uno de los elementos a tener en cuenta es el de los repartos gratuitos de derechos, en la medida en que se quiera cobrar a quienes exportan al Mercado Interior por la totalidad de las emisiones al precio de los derechos de emisiones que permiten el ajuste a las empresas, pero que no pagan, desde la primera tonelada, las compañías europeas.
La idea que se trata de afianzar en el ámbito de la Unión Europea es que las reacciones a medidas unilaterales europeas que penalicen a los productos fabricados produciendo contaminación en origen han de venir determinadas por la forma en la que se adopten (PDER, 2020). En este sentido, incluso el propio título de la resolución del Parlamento Europeo de 10-3-2021 es clara, al proponer un mecanismo de ajuste en frontera de las emisiones de carbono compatible con la Organización Mundial de Comercio. Por otra parte, se piensa que el principal escollo puede surgir de quienes tienen mayor participación en el comercio mundial, en especial China y Estados Unidos.
La Unión Europea ha asumido el liderazgo frente al cambio climático en unas circunstancias adversas, pero logrando ciertos avances, siempre a remolque de muchos condicionantes (Alba, 2018). En tal sentido, las externalidades que explicó Pigou hace un siglo no han sido asumidas aún por los popes del comercio internacional. Siendo algo que se ha de aprobar en el futuro, la duda es cuánto tiempo ha de transcurrir para que se normalicen los tributos medioambientales y, en particular, los que afectan a países terceros. La incertidumbre no es un buen abono para los negocios, si acaso cabe esperar que empuje a los productores, ante la duda, a minimizar sus emisiones, tal y como persiguen los planteamientos pigouvianos. Y los productores europeos pueden ver disminuida su desventaja, esperemos que sin sobresaltos.
[i] La grabación “Exporting pollution”, de Itzhak Ben-David, entrevistado por Tim Phillips el 5-3-2021 está disponible en https://voxeu.org/vox-talks/exporting-pollution
Etiqueta:Fiscal, Impuestos, internacional, laboral, Tributación